Miraba al techo. Fijamente. La bombilla iluminaba
la estancia, pero no su mente. Ésta permanecía a oscuras. Las horas corrían tan
deprisa como la arena corría entre los dedos. El lienzo reposaba intacto. Con
la mirada, una vez más, recorrió la habitación. El sofá azul donde había tenido
su primer beso, el aparatoso televisor que todavía funcionaba con viejas cintas
de vídeo, la gran alfombra carmesí con aquella mancha imborrable de café. Y la
ventana. Qué gran traidora. Le mostraba un mundo idílico: un cielo estrellado
con el mar como telón de fondo y explanadas bucólicas salpicadas de lucecitas
oscilantes, tiernas. Pero él sabía perfectamente, a partir de su experiencia,
que si algo era el mundo, desde luego "bueno" o "idílico"
no era.
Sus piernas comenzaban a ceder junto a su mente.
"Todavía no", se dijo. El reloj de pared le metía prisa con su
monótono tic-tac. Lo aborrecía. Tenía ya bastante presente la velocidad del
tiempo como para que aquel cacharro se la estuviera recordando, su presencia
efímera.
Tic-tac. Las dos de la madrugada. Tic-tac. Su mano
en el aire. Tic-tac. El reloj hecho añicos.
Se río. Que orgulloso estaba. Había puesto fin a su
máxima enemistad con su propio puño. Se lo miró con detenimiento. Los surcos
que le recorrían la piel eran realmente diminutos. Eran caminos. ¿A dónde iban
a parar? Al reloj. Lo había roto. Él. Río de nuevo. Se dio la vuelta y entonces
la vio. Altiva, inalcanzable. Ya estaba fuera de su alcance. Quizás nunca lo
hubiese estado. Llevaba un vestido de novia y un velo. Con la melena danzando a
un viento inexistente, se acercó más a él. Casi podía rozar sus labios, con los
suyos, y pudo sentir su perfume dulzón.
Pero no le miraba a él. Aquel joven permanecía recto, con una tímida
sonrisa vestido con un pulcro esmoquin le dio la mano a ella. En uno de sus
dedos había un destello dorado: un anillo de compromiso. No lo podía permitir.
El reloj. Su puño. Quería apartar a ese joven de ella. Aquel ser... Acabó con
la mano a través del lienzo. No había nadie más en la estancia. "No estoy
loco. No estoy loco" se dijo.
Pero todavía sentía un vacío al evocar su mirada. Gritó. Se embadurnó las
manos con pintura al óleo y las restregó por la pared. Cada movimiento, un
trazado. Verde, rosa, rojo, azul... A través de ellos sentía. Verde era su
esperanza, de volver a estar con ella. Rosa eran sus besos, tan dulces. Rojo:
pasión, amor. Ira. El azul era su rabia más profunda. Poco a poco aquellas
paredes blancas de gotelé cobraban un significado. ¿Qué pensaría ella? Ella...
¿quién era? No recordaba su nombre. Tuvo que contenerse. El frenesí consumía
sus pensamientos. Bastaron tres días y tres noches para acabar aquella obra. Al
mirarla, sintió su pulso acelerarse. Ella le miraba con cariño. Aquella sonrisa
distraída era tan propia de ella... Sin embargo, aquella bruma gris que se
cernía sobre su cuerpo era algo que jamás hubiese visto. Pero no que no hubiese
sentido un millar de veces al verla partir...
Una obra de arte. Fruto de su locura.