Evidentemente, no hice caso de las luces de colores que tanto me atraían, pero fue difícil resistirme. Seguí
caminando, intentando olvidarlas. Seguí recta, sin inmutarme, intentando olvidarlas una y otra vez. Quería no pensar en ellas, hacer como si nunca hubiesen estado ahí. Pero estuviese donde estuviese, no podía quitármelas de la mente. En el lugar menos pensado, en el momento menos oportuno, ahí aparecían flotando en mi mente. Cuánta más voluntad le echaba en no pensar en ellas, más pensaba en éstas. Era insoportable. Cerraba los ojos, intentaba dormir, y estaban bailando en la oscuridad. En sueños me perseguían, con su brillo oscilante. Todo quedó reducido a las luces de colores, que un día ignoré, pero que por dentro me inundan de una sensación que no sé describir. Las luces de colores. Todo tenía que ver con ellas. Las cosas tenían colores, como ellas, el sol tenía luz, como ellas. La vida brillaba hasta apagarse, cual simple luz de colores. Repentina obsesión. No podía decir nada más que algo sobre ellas. No podía pensar en nada excepto en ellas. Era una pesadilla en la cual me regocijaba. Un día, en el que ya todo carecía de sentido, decidí volver al lugar donde estaban las luces de colores. Pensé que era la única manera de olvidarlas. Y así fue. Simples puntitos incandescentes, sin alma ni alegría. Cada cosa volvía a estar en su sitio en mi cabeza. Sentí alivio. Volví a casa, animada por la nueva normalidad, pero algo en mi camino llamó fuertemente mi atención. Un jardín lleno de las que debían ser de lejos las flores más bonitas y vistosas que hubiese visto jamás. Evidentemente, no hice caso de las llamativas flores que tanto me atraían, pero fue difícil resistirme. Seguí caminando, intentando olvidarlas. Pero en mi mente no había sitio para nada, excepto para las llamativas flores que ahora me dominaban.
Metáfora sobre los intereses y gustos, que tan efímeros, nos acechan.
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